29.9.15

Tapa de sombra

“no iluminar nada no le parecía una mala idea”
Lorrie Moore

Se oyen voces en las terrazas. Las trae el viento de a ratos. Una sombra engulle la luna. Los bordes se anaranjan tenues. Lleva tiempo.
Las voces se aburren. Se oyen risas. Alguna carcajada se afila contra el cielo sin estrellas. La sombra avanza hasta volverse luz.
Tapar la luna con un dedo.
Me reclino y observo. Tengo que esperar a que los ojos se acostumbren. Lleva tiempo.
La luna es un punto naranja al final de ninguna frase. Hay un silencio de motores que se alejan.
El viento cava un pozo en el aire. Dura un rato el resplandor anaranjado. O será el movimiento apenas perceptible de todo lo que sigue su curso a pesar de uno. Las luces de la calle ni se inmutan. 
Garabateo algunas palabras que no alcanzan en esta penumbra. Las voces han callado o el viento se las ha llevado a otra parte.
A veces, está bien no iluminar nada.

23.9.15

De la conversación

Si se la trata bien, la conversación puede llegar a ser un animal casi doméstico. Una vez que logra acomodarse en las voces adecuadas, se ramifica sin pausa y sin arrebatos. No hay dos conversaciones iguales. Cada una requiere, de acuerdo con su carácter, cuidados que le son propios.
La conversación que pretende imponerse como protagonista de este relato tiene su propio ritmo y lo defiende a rajatabla. Si no se la controla, suele abarrotarse de digresiones y de atajos cuyo destino termina siendo incierto. Sin embargo, todo se le perdona porque tiene un modo particular de discurrir sobre lo que no cierra, de tocar lo que duele y de aliviarlo en el mismo gesto. Prefiere la noche pero está siempre dispuesta a detectar otros momentos propicios: un almuerzo con larga sobremesa, una merienda que puede extenderse hasta el anochecer. El espacio es lo que menos le importa, aunque le gustan los lugares tranquilos, lejos de otras conversaciones que la distraigan y le hagan perder pie.
No era así al principio. Esta conversación se ha vuelto exigente con el paso de los años. Siente, de algún modo, que ha pagado su derecho de piso: ha sido casual, ha hablado del frío, del calor, de la humedad; se ha prestado a la brevedad y a los más variados fines prácticos. Ha sido prolijamente cultivada y nutrida. Ha sobrevivido, incluso, a la criptonita del silencio. Ha aprendido a contenerse y a guardarse para desplegarse en el momento adecuado y no repetirse sin sentido.
Si no se le presta la atención debida, empieza a inquietarse: se anuda en la garganta, se clava en la boca del estómago, se cuela en otras conversaciones en las que nada tiene que ver y puede llegar a provocar insomnio. Cuando esto sucede –y antes de que los efectos se vuelvan irreversibles-, organiza una cena, elige el vino y se abstiene de mirar el reloj porque sabe, de antemano, que es inútil: hay un punto en la noche en el que los minutos caen en avalancha y, cuando las voces se dan cuenta, el cielo ha dejado de ser una sombra enorme y muestra su cara más fosforescente. Es un instante, nada más, de pura intensidad celeste. 
Entonces, la conversación, sin que nadie se lo indique, empieza a juntar todas las palabras que ha desperdigado por los rincones. Siempre se olvida alguna; otras quedan flotando entre las últimas bocanas de humo o simulando ser migas sobre la mesa. Está exhausta y, como cualquier otro ser vivo, necesita sosiego. Se presta, entonces, a fines prosaicos: llamar un taxi, llenar la espera, concretar la despedida. 
Afuera, las primeras luces lavan el cielo. Un taxi se detiene en la vereda de enfrente: el motor apenas ronronea. 

29.7.15

• agosto •

1

llegar nomás y darse cuenta:
ella ya no es lo que era y se apaga
no sabemos cuánto tiempo así
me siento en la silla del abuelo
cada tanto salgo al patio y fumo

momentos en los que fumar
es lo único que podemos hacer:
cuando alguien te deja
cuando dejás a alguien
cuando lo que duele desplaza los pensamientos

cuando pasa todo junto:
alguien se está muriendo

todo el día sentada en la silla del abuelo
saliendo al patio a fumar cada tanto

miro la hilera de ladrillos que separa
el pasto de las baldosas rosadas del patio
intento hacer equilibrio
como antes

ahora tampoco puedo

9.2.15

Postales de Finisterre (*)

1
La magia de la televisión: uno cree que no está prestando atención pero algo adentro de uno observa todo y recuerda. Las imágenes del Cabo Finisterre se repiten una y otra vez en el mismo canal. Inés las ha visto mil veces esos días y no hubiera reparado en ellas si, esa noche, mientras cenaban y el Cabo aparecía de nuevo en pantalla, Ana no hubiera mencionado al amigo del que siempre habla, un par de postales que él le había mandado desde el Camino de Santiago y la receta de una bebida cuyo nombre, en ese momento, se le escapa.
La referencia se agota allí y en un ‘debería buscarlas’, dicho como se dicen tantas otras cosas. La conversación hace, como el montaje televisivo, un corte directo y sigue, lejos de Finisterre y de ese amigo que Inés conoce sólo en forma de relato.

2
Finisterre, el final que es punto de partida. Tres días después, Ana pone las postales frente a los ojos de Inés. El cabo de Finisterre no se ve en HD pero se siente mucho más verosímil: el poder de lo que puede llevarse a todos lados y permanece, aunque las pantallas se apaguen. En otra postal, el conjuro que aleja los malos espíritus y la receta de la queimada.
No se han reunido por eso, así que Inés deja las postales sobre la mesa y espera. Están habituadas a esas digresiones porque el Toro, ese amigo del que siempre te hablo, ha sido, desde que se conocen, una presencia más recurrente que las de todos los vivos.
Llueve de a ratos y el agua dibuja dos rectángulos húmedos en las baldosas rojas del patio. De a poco, Ana va organizando las palabras que todavía tiene desperdigadas en el cuerpo. Esta vez, la conversación incluye un desconocido que se ha vuelto conocido, un viaje y un encuentro inesperado.

3
La teoría del clavo que saca otro clavo rara vez funciona. El Viajero, aunque lo intenta, no es protagonista de la historia. No llegará siquiera a personaje secundario: será apenas un puente. Ana descubre, del otro lado, algo que vislumbra entre líneas y que nada tiene que ver con él, una sensación que todavía no tiene nombre pero que está ahí, en esa sonrisa nueva que Inés ve en su cara.
Unos días después, las claves empiezan a descifrarse: el Viajero fue el peregrino fugaz que, sin querer, le recordó a Ana que, en otro tiempo, se había marcado otro rumbo.

4
Retomar el camino es, entonces, volver sobre los propios pasos, recuperar aquello que se sabe propio: la herencia que sólo tiene sentido para ella, que sigue ligada a ese vínculo que siempre fue inexplicable y que ahora se sustenta en la memoria y en las cosas.
Qué hay del otro lado de un puente que se transita como camino alternativo, como atajo de una duda que ni siquiera puede formularse. La duda –otra duda-, lo que quedó pendiente para otra vida. Ahora que lo sabe, lo siente como terreno firme para mantenerse en el aire de ese salto que se atrevió a dar después de un largo rodeo, que se acabó cuando descubrió del peor modo lo que ya sabía: lo que se construye de un solo lado se desploma por carencia de simetría.

5
Ana se encuentra con Inés en un bar a media mañana. La noche anterior, la tormenta la desveló y la sumergió de nuevo en las postales y en los pocos recuerdos que conserva de ese que aparece en el reverso de todas las cosas. Por primera vez, ella despliega sola la conversación sobre la mesa; la extiende como un mapa que hay que alisar con las manos porque, de estar tanto tiempo enrollado, se cierra sobre sí mismo. Del otro lado, está él, el Toro que se ha dejado embestir para ser eterno, omnipresente. Inés recuerda que, como los sobrevivientes de la primera guerra mundial, Ana se había quedado muda después de librar su primera batalla. La segunda, en cambio, puso las cosas en su lugar: las que se habían desmoronado, las que se habían perdido, la pena enorme de lo que ya no se puede sostener; las que había guardado sin sospechar que serían un día los destellos de un faro que le recordarían el rumbo e iluminarían los duelos.
El día avanza y se llena de trivialidades con las que deben cumplir. Pagan el café y salen. La atmósfera se ha vuelto gris y el aire parece haberse ausentado. La ciudad está inquieta: evitan una manifestación que avanza por Paraguay y se encuentran con grupos de estudiantes disfrazados como si fuera carnaval. Entre tanto trastoque, la gente va y viene como si nada extraño estuviera ocurriendo. Inés se pregunta dónde han quedado las épocas en las que el paisaje era un reflejo del estado de ánimo de los protagonistas de la historia. Llegan a la parada y esperan un colectivo que no tarda en llegar: Ana casi no alcanza a terminar la anécdota de un tipo que contrataba enanos porque le gustaba ser mirado desde abajo. Inés se sube al colectivo, Ana se aleja a pie.


6
A través de la ventanilla, la ciudad se ve distinta. Inés piensa que si la historia pudiera escribirse, habría que cambiar algunas cosas. Al salir del bar, las protagonistas deberían encontrar una ciudad llena de sol. Podría, incluso, hacer frío, que le suena más adecuado para anidar ciertas revelaciones. O mejor: debería ser de noche y el relato podría terminar con el rito de la queimada. Entonces: es de noche en el mismo patio de baldosas rojas. Ya no llueve y todo está quieto. Los malos espíritus se han alejado; los espíritus de los amigos ausentes comparten con nosotros esta queimada y la protagonista descifra el mandala que se dibuja y se desdibuja desde hace años detrás de sus ojos. Al final, todo cierra, casi como si alguien lo hubiera planificado de antemano. Alguien, que bien podría ser el Toro, con su voz de birome azul, del otro lado de la postal de Finesterre. 

(*) Publicado en el suplemento Señales de La Capital de Rosario. 8 de febrero de 2015.

30.1.15

Marina Tsvietáieva o el derecho de la entonación (**)

"Наши лучшие слова - интонации"
Марина Ивановна Цветаева

Escribir. La infancia. Pushkin y su estatua. Escribir. Enamorarse de muchos, casarse con uno. Serguéi. Escribir. Tener un hijo, dos hijas. Escribir. La revolución. La soledad. Escribir. Las acciones confiadas al destino. Luchar por una ración de harina. Lidiar con la muerte de una hija, mientras la otra se consume por la malaria. Escribir. El exilio, el vagabundeo obligado. Las cosas no son lo que parecen. Las cosas. Escribir. Volver. Volver a una Rusia que es la Unión Soviética. Escribir. Marido fusilado, hija en campo de concentración. Estar desempleada. Escribir. Pedir empleo. Tener que ahorcarse.

Evaporada en un verso

“La cotidianidad es un saco: agujereado. Y de todos modos, lo cargas”*, escribió Marina Tsvietáieva en el diario que llevó entre 1917 y 1919. Tenía una voz y una manera de ver el mundo a través de las elucubraciones de su imaginación. La realidad, sin embargo, tenía otros planes para ella.
Marina Tsvietáieva es una de las poetas rusas más grandes del siglo XX. Su nombre se ubica cómodamente entre los de Ajmátova, Mayakovski, Pasternak. Inclasificable, al margen de todo movimiento literario posible, Marina llegó a ser reconocida antes de la revolución y, aunque ningún periódico se hizo eco de su muerte, su nombre resurge después, quizás, porque jamás fue borrado del todo.
La vida es la literatura. La literatura es la vida. Tsvietáieva no puede concebirlas de manera separada. Y cuando la vida se agita a ritmos insospechados, indecibles, la literatura adopta necesariamente ese ritmo y se vuelve, como la vida, borde, margen, territorio de lo que es y, sobre todo, de lo que ya no.

De lo demás estarás - despojado

Cuando estalla la revolución en 1917, Serguéi Efrón, su marido, se alista en el Ejército Blanco. Marina se queda sola con sus hijas y vive la revolución en la carne, como puede leerse en Indicios terrestres. Recién en 1922, Marina abandona la URSS para reunirse con su marido en Praga: ya ha muerto Irina, su hija pequeña, de inanición en un albergue, mientras ella trataba de palear la malaria que enfermaba a Alya, su otra hija.
Encuentra a un Efrón convertido: del Ejército Blanco al Rojo, es un doble agente de Stalin en París. Marina nunca lo creyó y la intelligentsia rusa no podía creer que ella no lo supiera. Los márgenes se ensanchan, pero la vida continúa y da lugar a una prolífica correspondencia triangular entre Marina, Pasternak y Rilke.
Tsvietáieva se entrega con devoción a su papel de madre y de esposa y regresa, en 1939, a las afueras de Moscú, donde se instala con su marido, su hijo Mur y su hija Alya, que había seguido al padre en su repentino fervor stalinista. Allí, arrestan a Serguéi (y lo fusilan) y se llevan a Alya a un campo de concentración. Cuando en 1941, estalla la guerra entre Alemania y Rusia, Marina y su hijo son evacuados de Moscú. Ya en Elábuga, Marina solicita por escrito un empleo como lavaplatos en el comedor de la casa de escritores y, antes el rechazo, se ahorca.
“Porque si te ha sido dada la voz”, escribe en 1935, “Poeta, de lo demás estarás - despojado”. Y esa voz, en el caso de Marina, es la otra cara de la revolución: la costumbre ha estallado y la cotidianidad se vuelve campo de batalla constante en el que no hay descanso posible. Pero en el “mientras”, están los versos, territorio que redime y que permite mantenerse en pie cuando ya nada permanece: “es el derecho de entonación que anida en la sangre”*.
 
*Tsvietáieva, Marina. Indicios terrestres. Edición y traducción de Selma Ancira. Cátedra, Madrid, 1992.

(**) Publicado en DIXI (He dicho). Noviembre, 2012.

21.1.15

La purga

Desde hace días, el hombre que yace boca arriba en su cama y que piensa en lo simple que sería callar los ronquidos de la mujer que duerme a su lado con la almohada, siente que su organismo ha incorporado su propio despertador. No es el aparato de plástico amarillo el que lo despertará cuando suene en exactos veinte minutos, sino esa brasa incandescente que no se le despega en todo el día la que lo despierta a la madrugada y lo tiene boca arriba en la penumbra, sin poder moverse, porque el movimiento alimenta a la brasa y el ardor le llega a la garganta, pero nunca sale, se queda ahí, como un compañero de ruta cuya única misión es incomodarlo.
Sabe que en veinte minutos, la chicharra inverosímil rasgará la quietud de la madrugada como una tela. Sabe que intentará ponerse de pie, a oscuras y que le costará horrores, porque desde que tuvo que aceptar el trabajo en el banco algo lo apalea en sueños y el tiempo lo ha traicionado y ya no puede, como a los veintipico, rendir durante el día si no ha dormido. No es que le preocupe ser productivo. Tampoco pasa nada en ese pueblo que amerite estar lúcido, ni siquiera despierto. Podría dedicarse a dormir todo el día en su escritorio y nadie lo notaría. Y lo haría, si pudiera. No le importa que el imbécil de Aguirre que lo sigue como un perro traicionero le vaya con el cuento al gerente. Que lo echen, a él le da lo mismo. Si no hubiera boqueado, si no se le hubiera dado por juntarse con el gerente del banco y esos tipos a jugar a las cartas por las noches, si hubiera tenido más talento para la apicultura que para jugarse la poca guita que le quedaba en esa mesa, todavía estaría intentando que esas abejas de mierda le dieran miel y seguiría siendo para todos el tipo hosco que llegó al pueblo huyendo de los ruidos y de las luces de la ciudad. Era increíble cómo esa excusa que le había parecido un cliché que sólo podía levantar sospechas había prendido en todos. Nadie hurgó buscando otras razones. Parecía perfectamente lógico que un tipo, que a la legua se notaba que jamás se había sacado la corbata del cuello, dejara todo –aunque no supieran qué era ese todo- para dedicarse a criar abejas en la tranquilidad de un pueblo perdido en medio de la provincia.
Quince minutos. Ana duerme boca arriba. En quince minutos, la chicharra la hará cambiar de posición, pero no levantarse. Se levantará cuando los sonidos de la ducha, quizás, o los ruidos que él mismo hará en la cocina, se mezclen con algo en su sueño y estire la mano hacia el lado izquierdo de la cama y lo encuentre vacío. Algo le dirá a su cerebro que es hora de abrir los ojos, de levantarse y de despedir a su marido –aunque no sea su marido, ella habla de él diciendo ‘mi marido’-, todavía en bata y semidormida. Sobre todo ahora, que su marido tiene un trabajo estable y que el chiquito –o chiquita- que lleva en su vientre no pasará ninguna necesidad porque el gerente del banco le ha insistido para que deje esa idiotez de las abejas y vuelva a tener un trabajo como la gente. Ahora, que ella ha podido renunciar al suyo, porque no era vida aguantar ocho horas de pie, llevando y trayendo cosas en una bandeja sucia, esquivando los comentarios desubicados y las manos furtivas de los parroquianos; ahora, que tiene todo el día para hacer por fin todo lo que sus amigas casadas hacían mientras ella se deslomaba en ese bar de mala muerte, cree que debe jugar su rol de esposa atenta cada mañana, aunque Ricardo se muestre más irritado o más incómodo –no sabe bien cómo definir ese estado- con el transcurrir de los días.

Ella ronca ligeramente. Él no sabe si es el ronquido, el trabajo que no quiere y que no pidió, el chiquito que le llega a destiempo o qué, pero se siente exasperado todo el tiempo. La idea original había sido desaparecer: cambiar de nombre y de trabajo en un lugar en el que no pasara nunca nada. Pero la gente termina preguntando cosas que en el fondo no le interesan y él, a fuerza de inventarse el pasado que los otros querían escuchar, había terminado por convertirse  en una especie de decadente ciudadano ilustre de un pueblo semimuerto.
Se mantuvo al margen todo el tiempo que pudo. Cuando llegó, ni siquiera se atrevió a alquilar una casa. Tenía que tantear el terreno antes de quedarse efectivamente allí. Vivió unos meses en el único hotel que había en el pueblo. Sobrevivió a los sueños que no lo dejaban en paz, a la necesidad de ahogarlos en lo que fuera. Ser el único pasajero en el hotel lo obligaba a salir cuando tenía hambre. Para relacionarse con la menor cantidad de gente posible, en lugar de ir a la confitería frente a la plaza a la que hubiera podido llegar a pie, subía a su auto y se iba a desayunar, a almorzar y a matar las horas en el bar que estaba al costado de la ruta. Allí todos estaban siempre de paso, menos, la moza. El dueño era un tipo de pocas palabras y sólo le habló el segundo día. La que le hablaba era Ana. Poco también, pero le hablaba. Y no había sido su intención tener nada con ella. Por primera vez en mucho tiempo, no quería esa clase de complicaciones. Sin embargo, pasaron los meses y la carne, la carne es débil, se decía para no putearse en mil idiomas por haber caído otra vez en lo mismo. En algún momento, cuando Ana todavía se hacía la difícil y hablaba de un supuesto novio que tenía y que era muy celoso, quiso creer que esta vez no iba a cometer los mismos errores, que, a lo mejor, con una pendeja era distinto. Que todo podía ser distinto en ese pueblo en el que él era, de pronto, Ricardo Andrade. Ricardo Andrade el apicultor. Ricardo Andrade el apicultor que sólo había visto abejas de cerca en la infancia y de casualidad.

Clava los ojos en la penumbra y cree detectar el momento en el que todo se fue al carajo: el día en el que decidió que si iba a hacer en serio lo de las abejas, tenía que alquilar una casa. Y tenía que hacerlo, para algo había comprado todas las porquerías que le habían vendido en ‘El emporio del apicultor’. Los gastos del hotel se estaban llevando más de lo que había pensado. Ana sintió de algún modo que eso era una invitación. Hasta ese momento, se había negado a ir al hotel, porque cualquiera podía verla, porque si el novio se enteraba, iba a matarlos a los dos.
Ana empezó a quedarse. Él nunca supo nada del ahora exnovio que era tan celoso y tan terrible. Nunca apareció a reclamar nada, ni a matar a nadie. Ni a agradecerle siquiera. Nada. Y Ana se fue quedando, hasta que un día él se dio cuenta de que ya no se iba. Ana estaba ahí a todas horas, como si la convivencia fuese algo natural. Y él no dijo nada, un poco porque no quería problemas con nadie y otro poco porque que Ana estuviera allí agregaba un elemento casi irrefutable para el folklore popular: el hombre que deja la ciudad para vivir en la tranquilidad de un pueblo, se enamora de una chica de allí y viven felices para siempre. Colorín colorado, la fosa se ha cavado.
Diez minutos. Piensa que lo mejor sería apagar el despertador y evitar las palpitaciones que, a pesar de esperarlo, le genera ese sonido que violenta todo en la habitación. Podría apagarlo, fingirse dormido y esperar. Podría empezar a llegar tarde al banco. Podría tolerar que lo reprendieran, incluso. O podría, mejor, levantarse, vestirse y salir. Subirse a su auto y conducir hasta quedarse sin nafta, o sin ganas o hasta encontrar algo, lejos, que le llame más la atención que esa vida que se ha construido alrededor de sí sin que él lo advirtiera. Ya no es el que era. Podría irse a Alaska y, seguro, se encontraría entrampado en la misma situación. Y todo era culpa de ella. Todo seguía siendo culpa de ella. Si ella no lo hubiera combatido tanto, si le hubiera dado un hijo, si se hubiera dejado de joder de una vez por todas, él no tendría que estar ahí, empezando de nuevo, empezando de cero a los 54 años. Lo único que podía hacer era intentar olvidar.

Había vivido en un estado de alerta constante los primeros meses. Sabía que esa atención no iba a durar toda la vida, no era humanamente posible. A veces, cuando miraba la vida a través del mosquitero nefasto que se ponía frente a los ojos para evitar las picaduras, pensaba que todo era inútil. Que tanto esfuerzo se desmoronaría el día menos pensado, cuando alguien le gritara ‘Oscar’ y él, como el boludo que podía ser a veces, se diera vuelta y destruyera lo poco que quedaba de su vida. Haber aceptado el trabajo en el banco había sido un poco como darse vuelta. La destrucción no iba a ser instantánea, pero era cuestión de tiempo. Algún papel, alguna firma, algún antecedente inverificable lo iba a poner en riesgo. Y si no era eso, cuando naciera el chiquito o antes, la insistencia de Ana que quería casarse con papeles, como decía, se iba a volver tan insoportable que sólo le dejaría dos alternativas. Y no tenía ganas de llevar a cabo ninguna de las dos. Ya había hecho todo lo que un hombre de su edad podía haber hecho en la vida. Y más, también. Lo único que pedía era que lo dejaran en paz.

Tantas mañanas despierto antes de hora le habían enseñado que, antes de sonar, el despertador hacía un click plástico que no se parecía a nada. Hacía click e inmediatamente empezaba a gritar como si hubiera enloquecido. Estiró el brazo casi en simultáneo con el click y lo calló. Ana no se movió ni un milímetro. Él se levantó como se levanta del piso un tipo al que acaban de fajar entre dos o tres. Se metió debajo de la ducha. No podía acostumbrarse a ese hilito de agua miserable que se enfriaba apenas le tocaba la espalda. No encendió luces ni corrió las cortinas: en esa semi-penumbra que flotaba en la habitación, se puso el único traje que tenía. El mismo que el día anterior había dejado estirado en la silla. El mismo que se pondría al día siguiente, si seguía sin encontrar el coraje que había perdido vaya a saber uno dónde.
Era temprano todavía. Si se quedaba, tendría que tolerar la sonrisa exagerada de Ana, sus comentarios, sus planes para el día que eran los mismos de todos los días y que no le podían importar menos. Anduvo por la casa tratando de no hacer ruido y, como le ocurría siempre en esos casos, hizo toda clase de ruidos molestos: puteó cuando se llevó por delante una mesita que Ana había puesto en el pasillo, las suelas de los zapatos crujían como nunca, cuando manoteó las llaves del auto, tiró al piso el manojo de llaves del galpón. Salió lo más rápido que pudo y la puerta hizo ruido de portazo, aunque él había intentado cerrarla con cuidado. Subió a su auto y lo puso en marcha con cierta dificultad. Si me jodés ahora, te prendo fuego, le dijo en voz alta. El auto arrancó con un carraspeo extraño, pero arrancó.
El instinto lo obligó a ir en dirección contraria al banco. Le pareció que había en el aire un movimiento inusitado a esas horas, pero realmente no tenía ningún punto de comparación: jamás había salido tan temprano. Cuando se ocupaba de las abejas, la mañana empezaba sin horarios, cuando le venía bien despertarse. Y para ir al banco, salía más tarde. No había salido a esa hora ni siquiera el primer día. Estacionó el auto frente a la cafetería que estaba al costado de la ruta. No, no tenía coraje para salir del pueblo. No todavía.
No conocía a la moza nueva. El dueño le dedicó una mirada torva. Claro, en su mente, él se había llevado a Ana. Por suerte, era muy improbable que el tipo le dijera algo. Pidió un café doble y tres medialunas. Se apuró y cambió el café doble por café con leche. Odiaba el café con leche, pero la sola idea de echar café solo en su aparato digestivo hizo que la brasa se reavivara, furiosa. No había llegado el diario todavía, así que se dedicó a mirar, primero, a los tres tipos que ya tenían los desayunos en sus mesas. Debían ser, seguramente, los que viajaban en los dos camiones que estaban afuera. El que estaba solo hojeaba el diario del día anterior y los otros tomaban café y hablaban cada tanto. No podía escuchar de qué. Mientras las manos regordetas de Marita –recién en ese momento pudo ver el cartel con el nombre que estaba suspendido sobre el pecho izquierdo- depositaban la taza y el plato sobre la mesa, Ricardo miró hacia la ruta.
- Parece que hay tráfico hoy, ¿no?
Marita recibió sólo una sonrisa como respuesta y se fue, quizás, ligeramente ofuscada. Él hubiera querido explicarle que no era tráfico sino tránsito, pero no tenía intención de hablar con ella ni con nadie. Unas horas más tarde, lamentó no haber fingido simpatía con Marita. Si lo hubiera hecho, a lo mejor no se hubiera encontrado de sopetón con el quilombo que había en la calle frente al banco. Mejor dicho: se hubiera encontrado con todo, pero hubiera podido tomar ciertos recaudos. O hubiera regresado a casa y hubiera llamado al banco para decir que estaba descompuesto o algo así. Pero no. Se tomó el café con leche de a poco, en silencio. Fue metiendo las tres medialunas en su organismo, a pesar de que su estómago se quejaba. Cuando llegó el diario, ya había terminado y, en rigor, era hora de partir. Dejó unos billetes en la mesa, volvió a su auto y lo puso en marcha. Dio una vuelta en U y condujo hacia el centro del pueblo como si fuera un domingo de paseo.
Cuando vio las camionetas blancas, los cables cruzando la calle principal, las cámaras y los periodistas que deambulaban micrófonos en mano, ya era demasiado tarde. Ya estaba ahí, en medio de todo. La gente empezaba a amucharse en la plaza, en la calle, guardando cierta distancia respecto de los periodistas. Clavó los frenos y dobló en la primera esquina. Estaban por todos lados, no podía detenerse ahí. Hizo casi cinco cuadras y finalmente, frenó. Sintió un pinchazo en el pecho. Tenía la camisa mojada, podía sentir el frío húmedo en la espalda. Tenía que tranquilizarse. Su cerebro le decía una cosa pero su cuerpo parecía responder al cerebro de alguien más. Calmate, Oscar. Nos seas boludo, Oscar. Ese despliegue periodístico no podía ser por él. Lo suyo ya estaba tan seco que no podía despertar esa clase de interés. Eso, si lo hubieran descubierto. Pero quién. Nadie se hubiera atrevido. Además, con qué pruebas iban a inculparlo. No, eso tenía que ser por otra cosa. Si no se movía de allí, lo único que iba a hacer era levantar sospechas. No sabía bien de qué, pero sabía que cuando ocurrían cosas extraordinarias, de las grietas más inverosímiles salían giles con aspiraciones de Sherlock Holmes a atar cabos deshilachados y a repetir las idioteces que escuchaban por televisión.
Tenía que volver. Volver, estacionar el auto en algún lugar y entrar al banco de modo tal que ninguna cámara lo tomara. Si alguien lo veía, tendría que volver a huir. Todo de nuevo. No quería pensar en eso pero tenía la certeza de que no podría volver a hacer todo de nuevo. Ya no.
Estacionó en la que calculó sería la manzana del banco, sobre la paralela. Eso le daría una cuadra y media antes de llegar. Sintió una vibración en la entrepierna y reaccionó como si hubiera oído un disparo. Sos un boludo, Oscar. Sos un boludo. Se reprendía en voz alta, demasiado fuera de sí como para pensar que alguien podría verlo porque las ventanillas eran de vidrio, no de plomo. Era un mensaje de Ana. La llamó. Quizás ella ya supiera algo. Tenía la voz ronca, se habría levantado hacía no más de media hora.
- No vi nada. Esperá que prendo el tele…
Le cortó. No podía esperar que ella estuviera lo suficientemente despierta como para pasarle información precisa. Después, le diría que se había cortado, que había entrado su jefe. Cualquier cosa. Si es que había un después. 

Cómo, cuándo se había convertido en eso que ahora quería bajarse del auto y no podía. Desde cuándo a él le temblaban las piernas, le sudaban las manos. Era ella. Ella le había cagado tanto la vida, que ahora se la seguía cagando desde el más allá.
Había gastado muchas noches tratando de desprenderse de ella, de que ella saliera de una vez por todas de su cuerpo. No estaba arrepentido. Ni siquiera en esas noches en las que había pensado que nunca más iba a poder dormir de nuevo se había arrepentido. Ni un poco. El que avisa no traiciona. Y él se lo había avisado muchas veces. Ella se la había buscado. Ni se resistió cuando él la metió en el auto. Ni gritó, ni pataleó, ni nada. Apenas intentó defenderse, pero ya era tarde.
Él tampoco se resistió. Sabía que lo que había hecho iba a tener algún tipo de consecuencia. Purgó cada noche. Las apuntaló con el alcohol que podía conseguir en ese pueblo infecto, que siempre era de mala calidad y lo tenía embotado día y noche, pero no lo suficiente como para que desaparecieran los ojos de Andrea de su cabeza. Con el tiempo, su cabeza empezó a llenarse de gritos. Puras alucinaciones. Él recordaba perfectamente que ella no había proferido ni una queja. Le había clavado los ojos todo el tiempo, eso sí. Esos ojos que gritaban mudos, llenos de lágrimas que no se caían nunca. La muy perra ni siquiera se permitió llorar. Era más fuerte de lo que él mismo había pensado. O más perra de lo que él había supuesto.
El cuerpo de Ana le había espantado un poco el insomnio. Ya se había resignado a no dormir nunca más, cuando encontró en el cuerpo de Ana una tregua que le llenaba la cabeza de otras imágenes. Sabía que no era una solución, que debía seguir purgando lo de Andrea hasta que se secara como un carozo. Si no se resistía, la memoria terminaría por drenarse y por fin, sobrevendría el olvido. Y volvería a dormir como antes, quizás. No había esperado que Ana se instalara, no pretendía de ella ninguna permanencia. Estaba claro que ya no era el que había sido. Había bajado la guardia de tanto no poder más.

Se dio cuenta de que seguía sentado en su auto cuando pasaron dos señoras por la vereda, que interrumpieron su cotorreo y lo miraron. Él fingió estar buscando algo en el asiento vacío del acompañante y vio cómo se alejaban por el espejo retrovisor. Estaba llegando una hora tarde al banco y nadie lo había llamado. A lo mejor, estaban todos afuera, en la vereda como viejas chusmas. A lo mejor, estaban todos esperando que él llegara para ver en primera fila cómo se lo llevaba la policía. No. No podía ser tan sencillo, no después de tanto tiempo. Intentó concentrarse en una sola cosa: bajarse del auto. Tenía que poder bajarse del auto, caminar y entrar al banco como si nada hubiera pasado. Nada había pasado, de hecho. Nada que él supiera, al menos.
Su mano izquierda se apoyó en la palanca que abría la puerta. La abrió. El viento fresco renovó el aire en el interior del auto. Tenía ganas de fumar. Revisó la guantera. A lo mejor, algún cigarrillo rebelde se había salvado de las pesquisas de Ana. Las imperiosas ganas de fumar empezaban a desplazar todos los pensamientos que podían ocupar su mente al mismo tiempo. Un puto cigarrillo, vamos, Oscar. Un cigarrillo. Mierda. La guantera estaba más limpia que una bandeja quirúrgica. En la otra cuadra, había un cartel clavado en la vereda. Un kiosko. Podía ser un kiosko de barrio. Se palpó el bolsillo y se bajó. Quiso pensar que el temblor de las piernas se debía a que hacía más de una hora que estaba ahí sentado como un boludo.
No era un kiosko. Era una especie de almacén metido en lo que antes debía haber sido el comedor de esa casa. Una mujer se acercó a la ventana y le preguntó qué quería. Cigarrillos, le dijo. ¿Qué marca? Cualquiera. Y un encendedor. Pagó y volvió al auto.
La primera pitada fue una patada directa a la garganta. La tos le llenó los ojos de lágrimas. La segunda pitada fue como besar a una exnovia. Hay cosas que no se olvidan, pensó. Fumo este y me bajo, se dijo. La cuarta pitada lo despertó. ¿Y si era el momento de la película en el que el prófugo toma la decisión equivocada, sólo para hacer avanzar un argumento berreta? Quizás ese era el momento en el que él le gritaba a la pantalla: No te bajes, boludo, rajá de ahí de una buena vez. En la película, el tipo se baja, porque viene a ser el malo. Y el malo siempre debe tener su castigo. Pero él no era el malo de esa película. Él, en todo caso, había hecho justicia. Ojo por ojo, diente por diente. La forma más básica, más primitiva de justicia. La más pura, también.
Como el fuego. El fuego era asombroso, sobrenatural. El fuego era limpio. El fuego era capaz de borrar todas las huellas. Todavía era capaz de sentir en el cuerpo la fascinación que le había producido verla arder. Se había quedado como encandilado unos minutos frente al fuego, aun cuando había planificado huir de inmediato, por las dudas. Pero no había podido. El fuego era demasiado asombroso como para dejarlo solo y no ser testigo de su trabajo. De todos modos, no pudo asistir al final, a la extinción de las últimas llamas. No podía arriesgarse tanto. Cuando lo que había sido el cuerpo de Andrea dejó de moverse, supo que tenía que irse.
Y había manejado durante horas, todavía encandilado, sin poder creer que finalmente lo había hecho. Que la muy puta había pagado por todo lo que le había hecho toda la vida. Ya casi no podía mantenerse despierto cuando vio las luces de lo que parecía ser un pueblo. No lo tenía marcado en el mapa, pero tampoco podía seguir. El hotel estaba vacío. Nadie le hizo ninguna pregunta. Esa noche sí durmió. Fue la última. Después, el insomnio se le prendería a los huesos y ya no lo dejaría, aunque le diera algunas treguas.
Quizás ese fuera el momento de la película en el que era necesario tomar la decisión equivocada. Sabía, en el fondo, que no podría resistir una nueva purga ni un insomnio sin treguas. ¿Quién podía saber, en definitiva, cuál era la decisión adecuada?
Se bajó del auto y cerró dando un portazo. Miró su imagen reflejada en el vidrio de la ventanilla. Deplorable. Si alguien le preguntaba algo, diría que se sentía mal, que por eso había llegado a esa hora. Eso, si le daban tiempo, si todo lo que estaba a la vuelta no era un escenario montado para él, para que, al final, se hiciera la justicia de los otros.