7.8.14

Sucundún

Al final, lo de siempre: saber de antemano cómo van a ser las cosas y dejarse llevar igual. Una escapada. La voz de Ariel del otro lado del teléfono repitiendo ‘una escapada’ y ella amplificando de palabra los bocinazos de fondo, la agitación. No te escucho bien, después hablamos. Presionó la tecla que callaba los ruidos del exterior, nunca los de adentro. “Nos ganan los malos, nos ganan los malos. Son personas carentes de todo diálogo”. Pantalla partida: en un cuadro, la mujer que se queja de algo que no ha llegado a ver; en el otro, el conductor del noticiero que finge empatizar con la indignación de la mujer que se queja. Después hablamos no era lo que tenía que decir. Ariel no se llevaba bien con las respuestas pendientes. Dejarse llevar. “Unos días en la playa les van a hacer bien, así descansan”, diría su madre. “La gente que no tiene nada que decirse no puede andar por ahí haciéndose la bucólica”, diría Andrea. No decirle nada a Andrea.  “¿Cómo sabés que no te va a gustar si nunca fuimos?”.
Vuelve a otra pantalla, a una traducción que, desde temprano, no avanzaba. Iba a ser un día de esos en los que cada nimiedad se condensa y se estira y ocupa un tiempo que no le corresponde. A lo mejor. No se pierde nada. Mail. Tipea:

Ariel: Está buena la idea de la escapada, pero deberíamos dejarlo para otro fin de semana. O para otro lugar. O para otra gente. O para otra vida. Besos, Remy.

Backspace, backspace. Backspace sostenido hasta escapada. Duda. Mejor hasta idea. Pero tengo mucho trabajo atrasado y pensaba ponerme al día este fin de semana. Besos, Remy.

Media hora después: Ya saqué los pasajes, tenía descuento con la tarjeta solo x hoy. Pensá que te va a hacer bien descansar. Te quiero. Ariel.

Ellos y la playa. Un simulacro de playa, más bien. Y un puñado de casas que bien podrían haber estado deshabitadas. Y el sonido de oreja pegada a vaso vacío del mar. A pocos metros de eso que Ariel se empeñaba en llamar arena, la hostería; el olor a Raid, el colchón duro, las sábanas ajenas, los crujidos del piso de madera. Ojalá hubiera llovido, pero no. La lluvia hubiera propiciado la huida pero ese frío a destiempo sólo alimentaba las esperanzas de Ariel. “Seguro que al sol ni se siente. Dale, levantate, no vinimos a dormir todo el día”.
Lo que no se sentía era el sol. Tres días con el frío desubicado metido entre los huesos. Tres días paseando libros cerrados en su mochila, el hastío de las horas llenas de Ariel y de nada más. Tres días esquivando ese perro que los seguía todo el tiempo, deambulando entre el hambre y la enfermedad. Cómo pudimos confundir sarna con hambre. Desde el asiento del colectivo que se aleja de la playa, del puñado de casas, del sonido hueco del mar, de las sábanas en las que se acostaron otros, discernir parece más fácil.
Ariel duerme prácticamente desde que se acomodó en el asiento. Mejor así. La calefacción a pleno hace del colectivo una suerte de sucursal móvil de Panamá. Ariel duerme y apoya la cabeza en su hombro. Ella también quisiera dormir y olvidarse del frío que ahora le parece una pesadilla lejana; del perro, de su olor; de todo lo que se confunde y zumba cuando cierra los ojos, pero su atención no puede desprenderse del peso muerto clavado en el hueso del hombro. Vos no sos huesuda, estás demasiado flaca porque comés mal. No hay distancia ni penurias que borren del todo el repiqueteo de la voz materna. Abre los ojos porque parece un mal chiste, no puede ser, jodeme, y gira la cabeza como puede sólo para comprobar la ausencia de cualquier mirada cómplice en los alrededores. Las olas y el viento. Quiere pero no puede reprimir el shalalalala que aparece en su cabeza antes que en la radio que murmura más interferencias que otra cosa en los parlantes que tienen sobre sus cabezas. Es más sano que ya no te funcione reprimir, ¿entendés? Y el frío del mar. El shalalalala –ahora sí- se funde con las palabras de su terapeuta y pierden espesor.
Golpe de cuneta o cráter en el camino. Da igual. Los cuerpos se despegan milímetros de los asientos. La cabeza de Ariel va a picar sobre su hombro. Es una milésima de segundo: se mueve apenas y la cabeza rebota en el aire. Muy pronta a romper. Ariel cabecea, no se despierta. Su cuerpo se inclina hacia el otro lado; la cabeza de muñeco cuelga hacia el pasillo. Me hubiera corrido que este ni se enteraba. Veo la espuma. Y no hay retorno: sabe que van a ser dos horas y pico con esa canción de mierda pegada al paladar. La inercia es la propiedad de los cuerpos de no modificar su estado de reposo o movimiento. Incluso, es probable que alguna mañana, en dos o tres días, se despierte tarareando, tiritando y maldiga al Donald de carne y hueso y al pato, por las dudas. Clava los ojos en el vidrio de su ventanilla, logra saltar el reflejo desdibujado de su cara y se concentra en la línea de pastos que corre como una cinta pegada a la banquina.

Peor había sido la ida. Ariel no se dormía y ella intentaba leer mientras lo que en apariencia era un nene que viajaba en el asiento detrás del suyo le pateaba rítmicamente el respaldo. Incluso me divierte imaginar por, patada en el riñón derecho, escrito cosas que solamente, patada en el riñón izquierdo, pensadas en una de esas se te atoran, doble patada, en la garganta, sin hablar, berrinche, de los lagrimales. Quedate quieto, León, que la señora se va a enojar y va a llamar a la policía. León no parecía temerle a la policía y lo demostró con una tenacidad envidiable las dos horas que duró el viaje. Alternaba, cada tanto, patadas y golpes de puñito con simulacros de llanto y muchos ‘me aburro’. Ella hubiera querido decir algo –no hubiera sabido, en realidad, por dónde empezar- pero en cada darse vuelta, se encontraba con la mirada entre suplicante y superada de Ariel que le decía “relajate, ya se va a cansar” porque no era a él a quien estaban pateándole los riñones. El entusiasmo de Ariel en ese colectivo desvencijado, camino al simulacro de playa en el medio de la nada, era tan perverso como el shalalalala, tenedor clavado entre el frío de tu alma y el me hace tiritar. Las rimas de infinitivos son parásitos traicioneros. Y el abuso de los gerundios. Nunca había entendido bien eso de la demonización de los gerundios, pero se le había hecho carne y siempre le resultaban, como mínimo, sospechosos.

Y repite, todo de nuevo, desde el comienzo. Las olas y el viento y el frío del mar. Interferencias. No puede determinar si provienen de la radio o de algún pasajero que, como ella en el fondo, crea que el chofer se está burlando de ellos y haya decidido cortar cables y acabar con el suplicio. De tu amor desvanecer. La voz eterna de Donald se pierde, vuelve, deja paso a las interferencias pero ya es omnipresente. Un verdadero sádico el tipo. Mira de soslayo a Ariel y le envidia un poco –mucho, casi demencialmente- esa capacidad de dormir en cualquier lado, en cualquier circunstancia y posición. Abandona la mirada oblicua y se dedica a mirarlo de lleno, como cada una de las noches en las que él se queda a dormir en su casa y ella da vueltas mil veces en la cama hasta que sus ojos pueden ver en la penumbra y piensa que puede despertarlo con la intensidad de su mirada. Pero no. Sus intentos no funcionan mejor –ni peor, en realidad, no funcionan- con la luz de la tarde ni con el movimiento.
Hace rato que el chofer ha apagado la radio pero el sucundún sigue flotando en el aire que se ha llenado de los ronquidos, más o menos ligeros, de los otros. La llanura es un somnífero a medias sólo para ella. Siempre a contrapelo. “Siempre dando la nota vos”, le dice su madre cada vez que tiene la oportunidad. Siempre. Por eso, para evitarle el desgaste de saliva, hace mucho que se limita a asentir sin resistencia. Justamente por eso también, desde la atmósfera enrarecida del colectivo, sabe que regresará de “la playa” hablando maravillas de las olas, sucundún, sucundún, de la brisa gélida que equilibraba perfectamente el calor del sol, shalalalala, de la hospitalidad de los lugareños y del perro simpático que prácticamente los había adoptado porque son buena gente, shalalalala y los perros se dan cuenta enseguida de esas cosas, del viento y de la arena que no dejan ver.
Como si tuviera incorporado una suerte de despertador interno, Ariel abre los ojos. Gira la cabeza de un lado hacia el otro, de un lado hacia el otro hasta que se cansa o el dolor del cuello afloja. Estira la mano hasta la botella con agua que carga siempre en su mochila. Tiene los ojos abiertos pero sigue dormido. Seguro lo convenzo de que me deje en casa y se vaya para la suya, total mañana tiene que ir a la oficina y.
El colectivo aminora la marcha, se detiene ante lo que, supone, deben ser semáforos. Por fin las luces, la civilización. Atraviesan partes de la ciudad que ella ha visto con otros ojos hace tres días y que ahora se confunden con el cansancio y el sueño que empieza a sentir -no sabe si como patadas en la espalda o ancla clavada en los hombros- pero que está allí y diluye, de poco, las olas y el viento y la incomodidad de esos asientos que no han sido hechos para dormir ni para contemplar el verde furioso de los campos que cortaban el cielo, allá, en el fondo.

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