14.11.14

Ni el tiro del final* [fragmento]

Si alguien se lo hubiera preguntado, no habría podido determinar el momento en el que tomó consciencia de ellos. No les había prestado atención: vivía intentando mantenerse al margen de todo lo que sucediera en la esfera del otro. Casi no miraba televisión, salvo a la hora de la cena o cuando llegaba por las tardes y su madre la tenía encendida en la telenovela del momento. Apenas leía los diarios y, cuando lo hacía, evadía de plano la sección de espectáculos.
En algún momento impreciso, sin embargo, la existencia de ellos se le presentó como una evidencia irrefutable de la decadencia humana. Juan Carlos desarrolló por ellos un odio visceral. Los odiaba más que al Mismísimo. Con más fervor, con más sensatez. Porque la voz de América, en el fondo, era él mismo. En el fondo, él no tenía la culpa de parecerse tanto a Juan Carlos o de que Juan Carlos se pareciera tanto a él. Si el Ídolo hacía algún esfuerzo para parecerse a alguien, no era a Juan Carlos sino a Elvis. Problema de Elvis, pensaba Juan Carlos. Pero ellos, ellos no tenían perdón de ningún tipo. Ellos eran una lacra absurda que llevaba su culto a un extremo demencial. Ellos, panzones, viejos, sin oído se paraban ante las cámaras de televisión y repetían, una y otra vez, las peores versiones de las canciones furor del momento. Ellos se dejaban entrevistar y narraban cómo habían decidido metamorfosearse para ser como Él en sus ratos de ocio, porque algún familiar, algún vecino, alguna vez, les habían dicho que tenían “un no sé qué”, “un aire a”. Un aire, un aire, repetía Juan Carlos y se volvía loco de impotencia.
Llegó a ver, incluso, la historia de Ricardo, un chofer de la línea 60 que, para superar a los otros, conducía orgulloso su vehículo caracterizado como el Inalcanzable. Según su propio relato, había empezado a imitarlo a pedido de su señora y lo que empezó como un juego se le imprimió en la carne. Había decidido, entonces, que su vida bien podía ser un homenaje permanente a aquel que tantos momentos de felicidad le había dado. Ricardo sonreía frente a la cámara que lo acompañaba en su recorrido diario. Las imágenes mostraban pasajeras sonrientes, que daban de buena gana su testimonio: cómo se sentía viajar todos los días en un colectivo conducido por el Ídolo de América. Toda una comunidad festejando una mentira, una ilusión idiota, pensaba Juan Carlos y se sentía desfallecer.
Nunca hubo nada en el mundo que lo exasperara tanto como ellos. Ellos que podían vivir sus vidas anónimas, sin parecidos; ellos, que eran dueños de su propio rostro, de sus cuerpos; ellos, que no se veían obligados a sacarse fotos de prepo con extraños, que no tenían que repetir mil veces que no, que no hacían presentaciones, ni siquiera para señoras que estaban al borde de la muerte; todos ellos habían decidido convertirse en tentáculos para que la omnipresencia del otro fuera posible. No todos podían llegar a Él, pero cualquiera podía contratar a un imitador para los ochenta de la abuela, para el aniversario de casados, incluso, para la fiesta de quince de la nena. Él podía estar con todos, en todos lados.

*Ni el tiro del final [inédita], pp. 15-16.

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