21.1.15

La purga

Desde hace días, el hombre que yace boca arriba en su cama y que piensa en lo simple que sería callar los ronquidos de la mujer que duerme a su lado con la almohada, siente que su organismo ha incorporado su propio despertador. No es el aparato de plástico amarillo el que lo despertará cuando suene en exactos veinte minutos, sino esa brasa incandescente que no se le despega en todo el día la que lo despierta a la madrugada y lo tiene boca arriba en la penumbra, sin poder moverse, porque el movimiento alimenta a la brasa y el ardor le llega a la garganta, pero nunca sale, se queda ahí, como un compañero de ruta cuya única misión es incomodarlo.
Sabe que en veinte minutos, la chicharra inverosímil rasgará la quietud de la madrugada como una tela. Sabe que intentará ponerse de pie, a oscuras y que le costará horrores, porque desde que tuvo que aceptar el trabajo en el banco algo lo apalea en sueños y el tiempo lo ha traicionado y ya no puede, como a los veintipico, rendir durante el día si no ha dormido. No es que le preocupe ser productivo. Tampoco pasa nada en ese pueblo que amerite estar lúcido, ni siquiera despierto. Podría dedicarse a dormir todo el día en su escritorio y nadie lo notaría. Y lo haría, si pudiera. No le importa que el imbécil de Aguirre que lo sigue como un perro traicionero le vaya con el cuento al gerente. Que lo echen, a él le da lo mismo. Si no hubiera boqueado, si no se le hubiera dado por juntarse con el gerente del banco y esos tipos a jugar a las cartas por las noches, si hubiera tenido más talento para la apicultura que para jugarse la poca guita que le quedaba en esa mesa, todavía estaría intentando que esas abejas de mierda le dieran miel y seguiría siendo para todos el tipo hosco que llegó al pueblo huyendo de los ruidos y de las luces de la ciudad. Era increíble cómo esa excusa que le había parecido un cliché que sólo podía levantar sospechas había prendido en todos. Nadie hurgó buscando otras razones. Parecía perfectamente lógico que un tipo, que a la legua se notaba que jamás se había sacado la corbata del cuello, dejara todo –aunque no supieran qué era ese todo- para dedicarse a criar abejas en la tranquilidad de un pueblo perdido en medio de la provincia.
Quince minutos. Ana duerme boca arriba. En quince minutos, la chicharra la hará cambiar de posición, pero no levantarse. Se levantará cuando los sonidos de la ducha, quizás, o los ruidos que él mismo hará en la cocina, se mezclen con algo en su sueño y estire la mano hacia el lado izquierdo de la cama y lo encuentre vacío. Algo le dirá a su cerebro que es hora de abrir los ojos, de levantarse y de despedir a su marido –aunque no sea su marido, ella habla de él diciendo ‘mi marido’-, todavía en bata y semidormida. Sobre todo ahora, que su marido tiene un trabajo estable y que el chiquito –o chiquita- que lleva en su vientre no pasará ninguna necesidad porque el gerente del banco le ha insistido para que deje esa idiotez de las abejas y vuelva a tener un trabajo como la gente. Ahora, que ella ha podido renunciar al suyo, porque no era vida aguantar ocho horas de pie, llevando y trayendo cosas en una bandeja sucia, esquivando los comentarios desubicados y las manos furtivas de los parroquianos; ahora, que tiene todo el día para hacer por fin todo lo que sus amigas casadas hacían mientras ella se deslomaba en ese bar de mala muerte, cree que debe jugar su rol de esposa atenta cada mañana, aunque Ricardo se muestre más irritado o más incómodo –no sabe bien cómo definir ese estado- con el transcurrir de los días.

Ella ronca ligeramente. Él no sabe si es el ronquido, el trabajo que no quiere y que no pidió, el chiquito que le llega a destiempo o qué, pero se siente exasperado todo el tiempo. La idea original había sido desaparecer: cambiar de nombre y de trabajo en un lugar en el que no pasara nunca nada. Pero la gente termina preguntando cosas que en el fondo no le interesan y él, a fuerza de inventarse el pasado que los otros querían escuchar, había terminado por convertirse  en una especie de decadente ciudadano ilustre de un pueblo semimuerto.
Se mantuvo al margen todo el tiempo que pudo. Cuando llegó, ni siquiera se atrevió a alquilar una casa. Tenía que tantear el terreno antes de quedarse efectivamente allí. Vivió unos meses en el único hotel que había en el pueblo. Sobrevivió a los sueños que no lo dejaban en paz, a la necesidad de ahogarlos en lo que fuera. Ser el único pasajero en el hotel lo obligaba a salir cuando tenía hambre. Para relacionarse con la menor cantidad de gente posible, en lugar de ir a la confitería frente a la plaza a la que hubiera podido llegar a pie, subía a su auto y se iba a desayunar, a almorzar y a matar las horas en el bar que estaba al costado de la ruta. Allí todos estaban siempre de paso, menos, la moza. El dueño era un tipo de pocas palabras y sólo le habló el segundo día. La que le hablaba era Ana. Poco también, pero le hablaba. Y no había sido su intención tener nada con ella. Por primera vez en mucho tiempo, no quería esa clase de complicaciones. Sin embargo, pasaron los meses y la carne, la carne es débil, se decía para no putearse en mil idiomas por haber caído otra vez en lo mismo. En algún momento, cuando Ana todavía se hacía la difícil y hablaba de un supuesto novio que tenía y que era muy celoso, quiso creer que esta vez no iba a cometer los mismos errores, que, a lo mejor, con una pendeja era distinto. Que todo podía ser distinto en ese pueblo en el que él era, de pronto, Ricardo Andrade. Ricardo Andrade el apicultor. Ricardo Andrade el apicultor que sólo había visto abejas de cerca en la infancia y de casualidad.

Clava los ojos en la penumbra y cree detectar el momento en el que todo se fue al carajo: el día en el que decidió que si iba a hacer en serio lo de las abejas, tenía que alquilar una casa. Y tenía que hacerlo, para algo había comprado todas las porquerías que le habían vendido en ‘El emporio del apicultor’. Los gastos del hotel se estaban llevando más de lo que había pensado. Ana sintió de algún modo que eso era una invitación. Hasta ese momento, se había negado a ir al hotel, porque cualquiera podía verla, porque si el novio se enteraba, iba a matarlos a los dos.
Ana empezó a quedarse. Él nunca supo nada del ahora exnovio que era tan celoso y tan terrible. Nunca apareció a reclamar nada, ni a matar a nadie. Ni a agradecerle siquiera. Nada. Y Ana se fue quedando, hasta que un día él se dio cuenta de que ya no se iba. Ana estaba ahí a todas horas, como si la convivencia fuese algo natural. Y él no dijo nada, un poco porque no quería problemas con nadie y otro poco porque que Ana estuviera allí agregaba un elemento casi irrefutable para el folklore popular: el hombre que deja la ciudad para vivir en la tranquilidad de un pueblo, se enamora de una chica de allí y viven felices para siempre. Colorín colorado, la fosa se ha cavado.
Diez minutos. Piensa que lo mejor sería apagar el despertador y evitar las palpitaciones que, a pesar de esperarlo, le genera ese sonido que violenta todo en la habitación. Podría apagarlo, fingirse dormido y esperar. Podría empezar a llegar tarde al banco. Podría tolerar que lo reprendieran, incluso. O podría, mejor, levantarse, vestirse y salir. Subirse a su auto y conducir hasta quedarse sin nafta, o sin ganas o hasta encontrar algo, lejos, que le llame más la atención que esa vida que se ha construido alrededor de sí sin que él lo advirtiera. Ya no es el que era. Podría irse a Alaska y, seguro, se encontraría entrampado en la misma situación. Y todo era culpa de ella. Todo seguía siendo culpa de ella. Si ella no lo hubiera combatido tanto, si le hubiera dado un hijo, si se hubiera dejado de joder de una vez por todas, él no tendría que estar ahí, empezando de nuevo, empezando de cero a los 54 años. Lo único que podía hacer era intentar olvidar.

Había vivido en un estado de alerta constante los primeros meses. Sabía que esa atención no iba a durar toda la vida, no era humanamente posible. A veces, cuando miraba la vida a través del mosquitero nefasto que se ponía frente a los ojos para evitar las picaduras, pensaba que todo era inútil. Que tanto esfuerzo se desmoronaría el día menos pensado, cuando alguien le gritara ‘Oscar’ y él, como el boludo que podía ser a veces, se diera vuelta y destruyera lo poco que quedaba de su vida. Haber aceptado el trabajo en el banco había sido un poco como darse vuelta. La destrucción no iba a ser instantánea, pero era cuestión de tiempo. Algún papel, alguna firma, algún antecedente inverificable lo iba a poner en riesgo. Y si no era eso, cuando naciera el chiquito o antes, la insistencia de Ana que quería casarse con papeles, como decía, se iba a volver tan insoportable que sólo le dejaría dos alternativas. Y no tenía ganas de llevar a cabo ninguna de las dos. Ya había hecho todo lo que un hombre de su edad podía haber hecho en la vida. Y más, también. Lo único que pedía era que lo dejaran en paz.

Tantas mañanas despierto antes de hora le habían enseñado que, antes de sonar, el despertador hacía un click plástico que no se parecía a nada. Hacía click e inmediatamente empezaba a gritar como si hubiera enloquecido. Estiró el brazo casi en simultáneo con el click y lo calló. Ana no se movió ni un milímetro. Él se levantó como se levanta del piso un tipo al que acaban de fajar entre dos o tres. Se metió debajo de la ducha. No podía acostumbrarse a ese hilito de agua miserable que se enfriaba apenas le tocaba la espalda. No encendió luces ni corrió las cortinas: en esa semi-penumbra que flotaba en la habitación, se puso el único traje que tenía. El mismo que el día anterior había dejado estirado en la silla. El mismo que se pondría al día siguiente, si seguía sin encontrar el coraje que había perdido vaya a saber uno dónde.
Era temprano todavía. Si se quedaba, tendría que tolerar la sonrisa exagerada de Ana, sus comentarios, sus planes para el día que eran los mismos de todos los días y que no le podían importar menos. Anduvo por la casa tratando de no hacer ruido y, como le ocurría siempre en esos casos, hizo toda clase de ruidos molestos: puteó cuando se llevó por delante una mesita que Ana había puesto en el pasillo, las suelas de los zapatos crujían como nunca, cuando manoteó las llaves del auto, tiró al piso el manojo de llaves del galpón. Salió lo más rápido que pudo y la puerta hizo ruido de portazo, aunque él había intentado cerrarla con cuidado. Subió a su auto y lo puso en marcha con cierta dificultad. Si me jodés ahora, te prendo fuego, le dijo en voz alta. El auto arrancó con un carraspeo extraño, pero arrancó.
El instinto lo obligó a ir en dirección contraria al banco. Le pareció que había en el aire un movimiento inusitado a esas horas, pero realmente no tenía ningún punto de comparación: jamás había salido tan temprano. Cuando se ocupaba de las abejas, la mañana empezaba sin horarios, cuando le venía bien despertarse. Y para ir al banco, salía más tarde. No había salido a esa hora ni siquiera el primer día. Estacionó el auto frente a la cafetería que estaba al costado de la ruta. No, no tenía coraje para salir del pueblo. No todavía.
No conocía a la moza nueva. El dueño le dedicó una mirada torva. Claro, en su mente, él se había llevado a Ana. Por suerte, era muy improbable que el tipo le dijera algo. Pidió un café doble y tres medialunas. Se apuró y cambió el café doble por café con leche. Odiaba el café con leche, pero la sola idea de echar café solo en su aparato digestivo hizo que la brasa se reavivara, furiosa. No había llegado el diario todavía, así que se dedicó a mirar, primero, a los tres tipos que ya tenían los desayunos en sus mesas. Debían ser, seguramente, los que viajaban en los dos camiones que estaban afuera. El que estaba solo hojeaba el diario del día anterior y los otros tomaban café y hablaban cada tanto. No podía escuchar de qué. Mientras las manos regordetas de Marita –recién en ese momento pudo ver el cartel con el nombre que estaba suspendido sobre el pecho izquierdo- depositaban la taza y el plato sobre la mesa, Ricardo miró hacia la ruta.
- Parece que hay tráfico hoy, ¿no?
Marita recibió sólo una sonrisa como respuesta y se fue, quizás, ligeramente ofuscada. Él hubiera querido explicarle que no era tráfico sino tránsito, pero no tenía intención de hablar con ella ni con nadie. Unas horas más tarde, lamentó no haber fingido simpatía con Marita. Si lo hubiera hecho, a lo mejor no se hubiera encontrado de sopetón con el quilombo que había en la calle frente al banco. Mejor dicho: se hubiera encontrado con todo, pero hubiera podido tomar ciertos recaudos. O hubiera regresado a casa y hubiera llamado al banco para decir que estaba descompuesto o algo así. Pero no. Se tomó el café con leche de a poco, en silencio. Fue metiendo las tres medialunas en su organismo, a pesar de que su estómago se quejaba. Cuando llegó el diario, ya había terminado y, en rigor, era hora de partir. Dejó unos billetes en la mesa, volvió a su auto y lo puso en marcha. Dio una vuelta en U y condujo hacia el centro del pueblo como si fuera un domingo de paseo.
Cuando vio las camionetas blancas, los cables cruzando la calle principal, las cámaras y los periodistas que deambulaban micrófonos en mano, ya era demasiado tarde. Ya estaba ahí, en medio de todo. La gente empezaba a amucharse en la plaza, en la calle, guardando cierta distancia respecto de los periodistas. Clavó los frenos y dobló en la primera esquina. Estaban por todos lados, no podía detenerse ahí. Hizo casi cinco cuadras y finalmente, frenó. Sintió un pinchazo en el pecho. Tenía la camisa mojada, podía sentir el frío húmedo en la espalda. Tenía que tranquilizarse. Su cerebro le decía una cosa pero su cuerpo parecía responder al cerebro de alguien más. Calmate, Oscar. Nos seas boludo, Oscar. Ese despliegue periodístico no podía ser por él. Lo suyo ya estaba tan seco que no podía despertar esa clase de interés. Eso, si lo hubieran descubierto. Pero quién. Nadie se hubiera atrevido. Además, con qué pruebas iban a inculparlo. No, eso tenía que ser por otra cosa. Si no se movía de allí, lo único que iba a hacer era levantar sospechas. No sabía bien de qué, pero sabía que cuando ocurrían cosas extraordinarias, de las grietas más inverosímiles salían giles con aspiraciones de Sherlock Holmes a atar cabos deshilachados y a repetir las idioteces que escuchaban por televisión.
Tenía que volver. Volver, estacionar el auto en algún lugar y entrar al banco de modo tal que ninguna cámara lo tomara. Si alguien lo veía, tendría que volver a huir. Todo de nuevo. No quería pensar en eso pero tenía la certeza de que no podría volver a hacer todo de nuevo. Ya no.
Estacionó en la que calculó sería la manzana del banco, sobre la paralela. Eso le daría una cuadra y media antes de llegar. Sintió una vibración en la entrepierna y reaccionó como si hubiera oído un disparo. Sos un boludo, Oscar. Sos un boludo. Se reprendía en voz alta, demasiado fuera de sí como para pensar que alguien podría verlo porque las ventanillas eran de vidrio, no de plomo. Era un mensaje de Ana. La llamó. Quizás ella ya supiera algo. Tenía la voz ronca, se habría levantado hacía no más de media hora.
- No vi nada. Esperá que prendo el tele…
Le cortó. No podía esperar que ella estuviera lo suficientemente despierta como para pasarle información precisa. Después, le diría que se había cortado, que había entrado su jefe. Cualquier cosa. Si es que había un después. 

Cómo, cuándo se había convertido en eso que ahora quería bajarse del auto y no podía. Desde cuándo a él le temblaban las piernas, le sudaban las manos. Era ella. Ella le había cagado tanto la vida, que ahora se la seguía cagando desde el más allá.
Había gastado muchas noches tratando de desprenderse de ella, de que ella saliera de una vez por todas de su cuerpo. No estaba arrepentido. Ni siquiera en esas noches en las que había pensado que nunca más iba a poder dormir de nuevo se había arrepentido. Ni un poco. El que avisa no traiciona. Y él se lo había avisado muchas veces. Ella se la había buscado. Ni se resistió cuando él la metió en el auto. Ni gritó, ni pataleó, ni nada. Apenas intentó defenderse, pero ya era tarde.
Él tampoco se resistió. Sabía que lo que había hecho iba a tener algún tipo de consecuencia. Purgó cada noche. Las apuntaló con el alcohol que podía conseguir en ese pueblo infecto, que siempre era de mala calidad y lo tenía embotado día y noche, pero no lo suficiente como para que desaparecieran los ojos de Andrea de su cabeza. Con el tiempo, su cabeza empezó a llenarse de gritos. Puras alucinaciones. Él recordaba perfectamente que ella no había proferido ni una queja. Le había clavado los ojos todo el tiempo, eso sí. Esos ojos que gritaban mudos, llenos de lágrimas que no se caían nunca. La muy perra ni siquiera se permitió llorar. Era más fuerte de lo que él mismo había pensado. O más perra de lo que él había supuesto.
El cuerpo de Ana le había espantado un poco el insomnio. Ya se había resignado a no dormir nunca más, cuando encontró en el cuerpo de Ana una tregua que le llenaba la cabeza de otras imágenes. Sabía que no era una solución, que debía seguir purgando lo de Andrea hasta que se secara como un carozo. Si no se resistía, la memoria terminaría por drenarse y por fin, sobrevendría el olvido. Y volvería a dormir como antes, quizás. No había esperado que Ana se instalara, no pretendía de ella ninguna permanencia. Estaba claro que ya no era el que había sido. Había bajado la guardia de tanto no poder más.

Se dio cuenta de que seguía sentado en su auto cuando pasaron dos señoras por la vereda, que interrumpieron su cotorreo y lo miraron. Él fingió estar buscando algo en el asiento vacío del acompañante y vio cómo se alejaban por el espejo retrovisor. Estaba llegando una hora tarde al banco y nadie lo había llamado. A lo mejor, estaban todos afuera, en la vereda como viejas chusmas. A lo mejor, estaban todos esperando que él llegara para ver en primera fila cómo se lo llevaba la policía. No. No podía ser tan sencillo, no después de tanto tiempo. Intentó concentrarse en una sola cosa: bajarse del auto. Tenía que poder bajarse del auto, caminar y entrar al banco como si nada hubiera pasado. Nada había pasado, de hecho. Nada que él supiera, al menos.
Su mano izquierda se apoyó en la palanca que abría la puerta. La abrió. El viento fresco renovó el aire en el interior del auto. Tenía ganas de fumar. Revisó la guantera. A lo mejor, algún cigarrillo rebelde se había salvado de las pesquisas de Ana. Las imperiosas ganas de fumar empezaban a desplazar todos los pensamientos que podían ocupar su mente al mismo tiempo. Un puto cigarrillo, vamos, Oscar. Un cigarrillo. Mierda. La guantera estaba más limpia que una bandeja quirúrgica. En la otra cuadra, había un cartel clavado en la vereda. Un kiosko. Podía ser un kiosko de barrio. Se palpó el bolsillo y se bajó. Quiso pensar que el temblor de las piernas se debía a que hacía más de una hora que estaba ahí sentado como un boludo.
No era un kiosko. Era una especie de almacén metido en lo que antes debía haber sido el comedor de esa casa. Una mujer se acercó a la ventana y le preguntó qué quería. Cigarrillos, le dijo. ¿Qué marca? Cualquiera. Y un encendedor. Pagó y volvió al auto.
La primera pitada fue una patada directa a la garganta. La tos le llenó los ojos de lágrimas. La segunda pitada fue como besar a una exnovia. Hay cosas que no se olvidan, pensó. Fumo este y me bajo, se dijo. La cuarta pitada lo despertó. ¿Y si era el momento de la película en el que el prófugo toma la decisión equivocada, sólo para hacer avanzar un argumento berreta? Quizás ese era el momento en el que él le gritaba a la pantalla: No te bajes, boludo, rajá de ahí de una buena vez. En la película, el tipo se baja, porque viene a ser el malo. Y el malo siempre debe tener su castigo. Pero él no era el malo de esa película. Él, en todo caso, había hecho justicia. Ojo por ojo, diente por diente. La forma más básica, más primitiva de justicia. La más pura, también.
Como el fuego. El fuego era asombroso, sobrenatural. El fuego era limpio. El fuego era capaz de borrar todas las huellas. Todavía era capaz de sentir en el cuerpo la fascinación que le había producido verla arder. Se había quedado como encandilado unos minutos frente al fuego, aun cuando había planificado huir de inmediato, por las dudas. Pero no había podido. El fuego era demasiado asombroso como para dejarlo solo y no ser testigo de su trabajo. De todos modos, no pudo asistir al final, a la extinción de las últimas llamas. No podía arriesgarse tanto. Cuando lo que había sido el cuerpo de Andrea dejó de moverse, supo que tenía que irse.
Y había manejado durante horas, todavía encandilado, sin poder creer que finalmente lo había hecho. Que la muy puta había pagado por todo lo que le había hecho toda la vida. Ya casi no podía mantenerse despierto cuando vio las luces de lo que parecía ser un pueblo. No lo tenía marcado en el mapa, pero tampoco podía seguir. El hotel estaba vacío. Nadie le hizo ninguna pregunta. Esa noche sí durmió. Fue la última. Después, el insomnio se le prendería a los huesos y ya no lo dejaría, aunque le diera algunas treguas.
Quizás ese fuera el momento de la película en el que era necesario tomar la decisión equivocada. Sabía, en el fondo, que no podría resistir una nueva purga ni un insomnio sin treguas. ¿Quién podía saber, en definitiva, cuál era la decisión adecuada?
Se bajó del auto y cerró dando un portazo. Miró su imagen reflejada en el vidrio de la ventanilla. Deplorable. Si alguien le preguntaba algo, diría que se sentía mal, que por eso había llegado a esa hora. Eso, si le daban tiempo, si todo lo que estaba a la vuelta no era un escenario montado para él, para que, al final, se hiciera la justicia de los otros.

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