9.2.15

Postales de Finisterre (*)

1
La magia de la televisión: uno cree que no está prestando atención pero algo adentro de uno observa todo y recuerda. Las imágenes del Cabo Finisterre se repiten una y otra vez en el mismo canal. Inés las ha visto mil veces esos días y no hubiera reparado en ellas si, esa noche, mientras cenaban y el Cabo aparecía de nuevo en pantalla, Ana no hubiera mencionado al amigo del que siempre habla, un par de postales que él le había mandado desde el Camino de Santiago y la receta de una bebida cuyo nombre, en ese momento, se le escapa.
La referencia se agota allí y en un ‘debería buscarlas’, dicho como se dicen tantas otras cosas. La conversación hace, como el montaje televisivo, un corte directo y sigue, lejos de Finisterre y de ese amigo que Inés conoce sólo en forma de relato.

2
Finisterre, el final que es punto de partida. Tres días después, Ana pone las postales frente a los ojos de Inés. El cabo de Finisterre no se ve en HD pero se siente mucho más verosímil: el poder de lo que puede llevarse a todos lados y permanece, aunque las pantallas se apaguen. En otra postal, el conjuro que aleja los malos espíritus y la receta de la queimada.
No se han reunido por eso, así que Inés deja las postales sobre la mesa y espera. Están habituadas a esas digresiones porque el Toro, ese amigo del que siempre te hablo, ha sido, desde que se conocen, una presencia más recurrente que las de todos los vivos.
Llueve de a ratos y el agua dibuja dos rectángulos húmedos en las baldosas rojas del patio. De a poco, Ana va organizando las palabras que todavía tiene desperdigadas en el cuerpo. Esta vez, la conversación incluye un desconocido que se ha vuelto conocido, un viaje y un encuentro inesperado.

3
La teoría del clavo que saca otro clavo rara vez funciona. El Viajero, aunque lo intenta, no es protagonista de la historia. No llegará siquiera a personaje secundario: será apenas un puente. Ana descubre, del otro lado, algo que vislumbra entre líneas y que nada tiene que ver con él, una sensación que todavía no tiene nombre pero que está ahí, en esa sonrisa nueva que Inés ve en su cara.
Unos días después, las claves empiezan a descifrarse: el Viajero fue el peregrino fugaz que, sin querer, le recordó a Ana que, en otro tiempo, se había marcado otro rumbo.

4
Retomar el camino es, entonces, volver sobre los propios pasos, recuperar aquello que se sabe propio: la herencia que sólo tiene sentido para ella, que sigue ligada a ese vínculo que siempre fue inexplicable y que ahora se sustenta en la memoria y en las cosas.
Qué hay del otro lado de un puente que se transita como camino alternativo, como atajo de una duda que ni siquiera puede formularse. La duda –otra duda-, lo que quedó pendiente para otra vida. Ahora que lo sabe, lo siente como terreno firme para mantenerse en el aire de ese salto que se atrevió a dar después de un largo rodeo, que se acabó cuando descubrió del peor modo lo que ya sabía: lo que se construye de un solo lado se desploma por carencia de simetría.

5
Ana se encuentra con Inés en un bar a media mañana. La noche anterior, la tormenta la desveló y la sumergió de nuevo en las postales y en los pocos recuerdos que conserva de ese que aparece en el reverso de todas las cosas. Por primera vez, ella despliega sola la conversación sobre la mesa; la extiende como un mapa que hay que alisar con las manos porque, de estar tanto tiempo enrollado, se cierra sobre sí mismo. Del otro lado, está él, el Toro que se ha dejado embestir para ser eterno, omnipresente. Inés recuerda que, como los sobrevivientes de la primera guerra mundial, Ana se había quedado muda después de librar su primera batalla. La segunda, en cambio, puso las cosas en su lugar: las que se habían desmoronado, las que se habían perdido, la pena enorme de lo que ya no se puede sostener; las que había guardado sin sospechar que serían un día los destellos de un faro que le recordarían el rumbo e iluminarían los duelos.
El día avanza y se llena de trivialidades con las que deben cumplir. Pagan el café y salen. La atmósfera se ha vuelto gris y el aire parece haberse ausentado. La ciudad está inquieta: evitan una manifestación que avanza por Paraguay y se encuentran con grupos de estudiantes disfrazados como si fuera carnaval. Entre tanto trastoque, la gente va y viene como si nada extraño estuviera ocurriendo. Inés se pregunta dónde han quedado las épocas en las que el paisaje era un reflejo del estado de ánimo de los protagonistas de la historia. Llegan a la parada y esperan un colectivo que no tarda en llegar: Ana casi no alcanza a terminar la anécdota de un tipo que contrataba enanos porque le gustaba ser mirado desde abajo. Inés se sube al colectivo, Ana se aleja a pie.


6
A través de la ventanilla, la ciudad se ve distinta. Inés piensa que si la historia pudiera escribirse, habría que cambiar algunas cosas. Al salir del bar, las protagonistas deberían encontrar una ciudad llena de sol. Podría, incluso, hacer frío, que le suena más adecuado para anidar ciertas revelaciones. O mejor: debería ser de noche y el relato podría terminar con el rito de la queimada. Entonces: es de noche en el mismo patio de baldosas rojas. Ya no llueve y todo está quieto. Los malos espíritus se han alejado; los espíritus de los amigos ausentes comparten con nosotros esta queimada y la protagonista descifra el mandala que se dibuja y se desdibuja desde hace años detrás de sus ojos. Al final, todo cierra, casi como si alguien lo hubiera planificado de antemano. Alguien, que bien podría ser el Toro, con su voz de birome azul, del otro lado de la postal de Finesterre. 

(*) Publicado en el suplemento Señales de La Capital de Rosario. 8 de febrero de 2015.