29.9.15

Tapa de sombra

“no iluminar nada no le parecía una mala idea”
Lorrie Moore

Se oyen voces en las terrazas. Las trae el viento de a ratos. Una sombra engulle la luna. Los bordes se anaranjan tenues. Lleva tiempo.
Las voces se aburren. Se oyen risas. Alguna carcajada se afila contra el cielo sin estrellas. La sombra avanza hasta volverse luz.
Tapar la luna con un dedo.
Me reclino y observo. Tengo que esperar a que los ojos se acostumbren. Lleva tiempo.
La luna es un punto naranja al final de ninguna frase. Hay un silencio de motores que se alejan.
El viento cava un pozo en el aire. Dura un rato el resplandor anaranjado. O será el movimiento apenas perceptible de todo lo que sigue su curso a pesar de uno. Las luces de la calle ni se inmutan. 
Garabateo algunas palabras que no alcanzan en esta penumbra. Las voces han callado o el viento se las ha llevado a otra parte.
A veces, está bien no iluminar nada.

23.9.15

De la conversación

Si se la trata bien, la conversación puede llegar a ser un animal casi doméstico. Una vez que logra acomodarse en las voces adecuadas, se ramifica sin pausa y sin arrebatos. No hay dos conversaciones iguales. Cada una requiere, de acuerdo con su carácter, cuidados que le son propios.
La conversación que pretende imponerse como protagonista de este relato tiene su propio ritmo y lo defiende a rajatabla. Si no se la controla, suele abarrotarse de digresiones y de atajos cuyo destino termina siendo incierto. Sin embargo, todo se le perdona porque tiene un modo particular de discurrir sobre lo que no cierra, de tocar lo que duele y de aliviarlo en el mismo gesto. Prefiere la noche pero está siempre dispuesta a detectar otros momentos propicios: un almuerzo con larga sobremesa, una merienda que puede extenderse hasta el anochecer. El espacio es lo que menos le importa, aunque le gustan los lugares tranquilos, lejos de otras conversaciones que la distraigan y le hagan perder pie.
No era así al principio. Esta conversación se ha vuelto exigente con el paso de los años. Siente, de algún modo, que ha pagado su derecho de piso: ha sido casual, ha hablado del frío, del calor, de la humedad; se ha prestado a la brevedad y a los más variados fines prácticos. Ha sido prolijamente cultivada y nutrida. Ha sobrevivido, incluso, a la criptonita del silencio. Ha aprendido a contenerse y a guardarse para desplegarse en el momento adecuado y no repetirse sin sentido.
Si no se le presta la atención debida, empieza a inquietarse: se anuda en la garganta, se clava en la boca del estómago, se cuela en otras conversaciones en las que nada tiene que ver y puede llegar a provocar insomnio. Cuando esto sucede –y antes de que los efectos se vuelvan irreversibles-, organiza una cena, elige el vino y se abstiene de mirar el reloj porque sabe, de antemano, que es inútil: hay un punto en la noche en el que los minutos caen en avalancha y, cuando las voces se dan cuenta, el cielo ha dejado de ser una sombra enorme y muestra su cara más fosforescente. Es un instante, nada más, de pura intensidad celeste. 
Entonces, la conversación, sin que nadie se lo indique, empieza a juntar todas las palabras que ha desperdigado por los rincones. Siempre se olvida alguna; otras quedan flotando entre las últimas bocanas de humo o simulando ser migas sobre la mesa. Está exhausta y, como cualquier otro ser vivo, necesita sosiego. Se presta, entonces, a fines prosaicos: llamar un taxi, llenar la espera, concretar la despedida. 
Afuera, las primeras luces lavan el cielo. Un taxi se detiene en la vereda de enfrente: el motor apenas ronronea.